Hace poco estuve en Barcelona, una ciudad que amo casi tanto como a Gemma Arterton o Amy Adams. Si, podríamos llamarlo acoso. Junto con Roma o Londres, es una ciudad a la que me mudaría en un abrir y cerrar de ojos (¿no debería decirse “en un cerrar de ojos”, a secas? El ojo ya está abierto from the beginning…). La cuestión es que el cambio con Dublín se nota desde que pones un pie en el suelo. No solo el sol y la comida y la arquitectura y blablablá.
Me refiero a pasear por las calles sin que te azote el viento en la cara (en serio, el viento aquí no va por rachas, va por latigazos). A darse un garbeíto de noche sin que la oscuridad sea de película de terror o; el frío, polar. A no tener que esquivar borrachos en cada esquina. A poder tomarte algo en una terraza a las ocho de la tarde porque la ciudad no ha chapado a las cinco. O poder comprar algo en una tienda por el mismo motivo. Son cosas sencillas que, en la ciudad donde vivo, son impensables.
Por mucho que uno se haga a otra forma de vida, hay cosas que sigues añorando y que te siguen doliendo. Es un goteo lento e incesante. Ese grifo no se puede cerrar, chavales. No digo que sea ni mejor ni pe—ES MIL VECES PEOR.
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